martes, 29 de abril de 2014

Clausura del 58 Festival de Teatro Clásico de Mérida.
Premios Ceres: Ceremonia de escaparatismo necio en tiempo de crisis

Por  José Manuel Villafaina

La ceremonia de los Premios Ceres celebrada recientemente en el Teatro Romano, cuestionada sin apasionamiento, viene a ser una necedad revivida. El llamado acto cultural reivindicativo de "la grandeza del teatro clásico" (según el presidente del Gobierno Extremeño  Monago, sin saber que en otra edición ya se dieron premios) no se ha digerido bien ni como espectáculo, ni como algo lógico de unos premios ajenos (que en el apartado del voto del público han sido un tongazo reburujado por el director, que ha colado descaradamente su coproducción), ni como política cultural de nuevos gobernantes con un funcionamiento "generosísimo", que sonroja a golpe de chequera en tiempo de crisis. Sin embargo, no puedo despachar la actividad, que ha costado 986.857 euros, con una simple calificación despectiva, sin antes haber indagado y discurrido profusamente sobre esta imagen de cultureta teatral de intereses organizada en la región.
Sepan que hace tres años, cuando aún dirigía el Festival Paco Suárez, criticaba desde varios medios las novatadas y despropósitos de unas propuestas artísticas faltas de verdadera orientación, objetivos y fundamentos que valoren el hecho teatral grecolatino, donde se incluían ridículas galas inaugurales y de clausuras (para la entrega de premios), anunciadas a bombo y platillo como "fiestas teatrales" -presuntuosas de pompa y glamour a la americana, con alfombra roja para la entrada al teatro de autoridades y artistas-, que no representaban ningún avance en la calidad y definición del Festival.
Con aquel panorama de decepción, mi perplejidad en la edición de este año ha sido ver el mismo "totum revolutum" artístico y despojo al Festival de personalidad grecolatina en este acto de clausura, producto de la irrefrenable atracción del escaparatismo necio (tal vez consustancial a la gestión política sea cual sea su color) que, en estos momentos de recortes y prioridades, es una mancha negra de la cultura de esta región, dándose la paradoja en la denuncia que han mantenido estos nuevos responsables culturales sobre la gestión anterior -de desastre artístico y descomunal despilfarro- que había dejado un agujero negro en las cuentas del Patronato (angustiado por el embargo económico hecho desde algunas compañías teatrales participantes y por la intervención del Tribunal de Cuentas).
En este sentido, no entiendo cómo el Festival tropieza ahora con el mismo pedrusco teatral. ¿Qué tienen que ver estos premios a obras modernas, que naturalmente no se han visto en el Teatro Romano, con la grandeza del teatro clásico, señor Monago? Absolutamente nada. Entonces, lo que se nota de este error cultural es el afán rápido de notoriedad entre torpes responsables culturales y un grupito de artistas chafandines (y de pícaros críticos teatrales del jurado, muy bien pagados, que no habían hecho ninguna critica de las obras del Festival, porque no vinieron) que se han prestado a este juego dispuestos a tergiversar la evidencia. No creo, pues, que esta edición del Festival pase a la historia posicionando a Mérida dentro del mapa teatral nacional (según el director Jesús Cimarro), porque la ceremonia ha sido muy poco cultural y mediocre para lo que ha costado. Bien podrían haber invertido ese dinero en incluir algún espectáculo más, en mejorar la calidad de los que han participado (por ejemplo, en las coreografías de "Las Bacantes", en potenciar los sub-coros que existían en el texto de "Ayax", en facilitar adecuados programas de mano donde figuren los personajes...) y en reducir el precio de las entradas para llenar el teatro (que este año ha tenido un considerable descenso de público, que silencian). Esto sería invertir con rentabilidad cultural.
Y, sobre todo, porque esta modalidad de premios ya existe: los MAX de las Artes Escénicas, mejor organizados y consolidados. Y en esta argumentación, me permito sugerir a todos estos artistas que han participado, que tanto énfasis han puesto en elogiar la idoneidad del marco incomparable para la celebración de los premios, que lo pidan a los responsables de la organización de los MAX, para que con sus presupuestos se den en Mérida y, lógicamente, fuera del contexto grecolatino del Festival.
En cuanto al espectáculo ofrecido ha consistido en un sugerido banquete "platoniano" muy simplón, protagonizado por un grupo de actores conocidos recitando algunos textos del menú ofrecido junto a la aburrida presentación de los premiados. Todo mezclado con atractivas proyecciones sobre la fachada del teatro (con las técnicas que ya se vieron en la obra de "Agripina" de los extremeños de Arán Dramática) que paradójicamente cuentan la construcción del teatro romano con los dioses griegos, y la actuación de cantantes de ópera y de flamenco lejos de esa coherencia de ideas y contenidos grecolatinos.  A los actores se les notaba su falta de ensayos, por el poco juego escénico (sólo salvo la presencia escénica y excelente dicción de Juan Echanove), lo mismo que el coro que declamaba con esa "prosodia" de colegio. Carlos Sobera presentó el acto un tanto empalagoso por repetir la gala otro año y por elogiar un festival que no ha visto. 
En fin, seguimos dando palos de ciego con estos nuevos responsables culturales incapaces de imaginar, diseñar y construir un Festival que nos lleve a la gran fiesta de la grecolatinidad.



El artículo fue publicado en Septiembre de 2012 en los siguientes medios:

EL PERIODICO EXTREMADURA
(en prensa escrita y digital el 5 de Septiembre de 2012)

REVISTA DE TEATRO ARTEZ-BLAI
(el 5 de Septiembre de 2012)

EP EXTREMADURA PROGRESISTA
Actualidad y crítica extremeña, con comentarios.
(el 6 de Septiembre de 2012)

domingo, 24 de julio de 2011

57 Festival de Teatro Clásico de Mérida. La crítica.

“EL VIAJE DE LAS HEROIDAS” A NINGUNA PARTE

José Manuel Villafaina

Penosamente, Karlik Danza-Teatro, en este nuevo compromiso con el Festival grecolatino, con su propuesta “El viaje de las Heroidas” ha vuelto a tropezar con las mismas piedras del Teatro Romano -que es mucho teatro- dándose otro batacazo artístico similar al de su “Prometeo, del fuego a la luz”, espectáculo del 2004. Obviamente, la compañía extremeña ha insistido con afán experimental pero cayendo en los mismos errores de plantear espectáculos sobre los mitos clásicos, como se muestra aquí sobre las Heroidas –personajes que sólo conocemos por Ovidio- sin tener una narración que se sostenga con equilibrio valuado, arriesgando ilusamente su labor artística al estilo de la famosa regla del circo “¡Más difícil todavía!”, en la búsqueda sobre “un lenguaje escénico en donde las distintas técnicas artísticas desemboquen en una línea emocional”, según su directora/coreógrafa, Cristina D. Silveira. Y además, enardecida por la aceptación que -desde la estética- tuvo su primer espectáculo “Las Parcas”, hecho en colaboración con Samarkanda Teatro, en el Anfiteatro en 2002.

Conozco desde sus inicios la trayectoria artística de Karlik y poco tengo que decir, que no sea parecido, sobre este espectáculo que tampoco ha funcionado. Sé que la compañía ha demostrado en ocasiones –sobre todo fuera del espacio romano- su calidad en propuestas caracterizadas por una línea de desafío e innovación, aunque las mejores las hicieron bajo montajes de creadores foráneos, como fueron “Piel de Angel” y “Amloi como lo dijo Hamlet”, dirigidas por Mauricio Celedón, donde lograron funciones de gran emoción y belleza. Pero, sin embargo, tanto en “Prometeo...” como en este “Viaje de las Heroidas”, dirigidos por la Silveira que ha trabajado con elencos mayoritariamente de extremeños, sin calcular bien una realidad escasa en determinadas capacidades artísticas y recursos técnicos, Karlik ha cometido con más presunción que sensatez la aventura de una complicada puesta en escena espectacular, ansiando superarse a si misma con un triple salto mortal, que en sus osadas piruetas no ha conseguido.

En el “Viaje de las Heroidasapoyado en diversos textos de poetisas y un anónimo que pretenden dedicar “al universo de la mujer clásica como creadoras y criadoras de futuro”, se nota desde el principio la ambigüedad de unas propuestas artísticas del espectáculo, manifestadas en el programa de mano y entrevistas, que luego no justifican la realidad de lo sucede en el escenario. Porque el resultado vuelve a ser un empacho de artificios recurrentes de plasticidad –de danza, acrobacia, voz, gesto, movimiento- al son de una música heterogénea -en directo y a todo volumen- que se convierten en una opresión para los espectadores, que sin estructura dramática de creación terminan perdiendo el hilo conductor de un tema desconocido, y se incomodan porque con tanto embrollo no logran digerir ninguna de las ideas escénicas, que se diluyen rápidas por el firmamento del Teatro Romano.

En la puesta en escena se apreciaba el esfuerzo de un despliegue coreográfico y tecnológico, a medio camino de lo atractivo, que se había dejado seducir por espectaculares golpes de efecto –como una llamativa danza acrobática en lavalva regia que la directora había ya presentado en otros montajes- que no hacían sino camuflar la carencia de una historia interesante y una deslucida interpretación. A las coreografías, le faltaron limpieza expositiva en las imágenes (como la realizada haciendo pasar a las bailarinas por debajo de una pasarela que era un desastre) y a los movimientos precisión, energía y vitalidad (que se advertía desigual en la calidad de las bailarinas). Y a las actrices, que representaban personajes difíciles de identificar (en el programa de mano no los explican) acusando registros interpretativos dispares, les escaseaba ese tono emocionante de la palabra (sólo se salva Elena Lucas, muy expresiva recitando), que en algunas era demasiado vociferado (como el de Memé Tabares, haciendo de un chocante Tiresias) y que a través de los micros fluía en perfecto desaliño oral.

En fin, precipitada propuesta, falta de contenido y forma, que sólo ha resultado un viaje de las Heroidas y Karlik Teatro-Danza a ninguna parte.

57 Festival de Teatro Clásico de Mérida. La crítica.

CONMOVEDORA “ANTIGONA DEL SIGLO XXI”

José Manuel Villafaina

Antígona del Siglo XXI”, es el segundo espectáculo del monográfico que esta edición del Festival brinda a la heroína griega que sacrificó su vida por dar honrada sepultura a su hermano -y en su dimensión, como lectura paralela, a la Ley que entiende que es imposible la paz entre los vivos mientras no estén sosegados todos los muertos-, haciendo ostensible la calidad dentro de la austeridad en que se mueve el evento.

La versión de Isidro Timón y Emilio del Valle esta escrita con precisión en sus diálogos y monólogos de una trama de cuadros yuxtapuestos enlazados con armonía dramática y recreados con sencillez y sutileza en el difícil equilibrio de conseguir un discurso atemporal del conflicto sobre los muertos de guerra en la clara confrontación y la diferencia entre protagonista de destrucción (Creonte) y protagonista de sublimación (Antígona). Y reflejando poéticamente la teatralidad clásica de Sófocles, de gran belleza, carácter y emoción.

Con cierta maestría dramatúrgica, logran la traslación del mensaje a nuestro mundo de hoy a través de los monólogos de personajes secundarios, como la Nodriza (convertida por momentos en Ana Tornero de Villanueva de la Vera, 1936) o Tiresias (que aquí es un reportero de guerra cuya experiencia le ha enseñado a leer los acontecimientos con conocimiento de causa) y, sobre todo, aportan la originalidad de un coro de bufones que juegan con técnicas distanciadoras de ironía dialéctica dando toda una visión crítica de esa atmósfera sombría de la tragedia.

Del Valle realiza también la puesta en escena, utilizando un espacio de las murallas de la Alcazaba como las murallas de Tebas, donde logra perfectamente la resonancia del drama tenso, con acento conmovedor sobre los sentimientos de los diversos personajes expresados -sobre todo en la sonoridad del lenguaje de los actores- en forma netamente humana y viva. Y, por otra parte, la reflexión feroz de lectura materialista que se complementa con un lirismo expresionista de los monólogos (a veces resaltados con imágenes desde la técnica audiovisual) para producir una interesante dialéctica orden-desorden (al estilo de Heiner Müller). La intensidad gradual del conflicto ético, a un ritmo siempre en crescendo, hasta alcanzar el climax, es excelente.

En la interpretación, se observó en el elenco una rigurosa entrega de todos y cada uno de los actores y actrices. Lo más destacado fueron sus voces perfectas en tonos, ritmos y volúmenes trágicos, que estrujan y conmueven. Anna Allen (Antígona), aporta belleza y emoción, llenando de luz dramática la escena con su inquebrantable decisión de defender las leyes de la relación consanguínea. Está radiante en un cuadro espacial hermoso –cuando es contenida en el aire por los brazos del conjunto del coro- declamando su monólogo lleno de fuerza y de lirismo lapidario. Chete Lera (Creonte), domina todos los resortes de una actuación brillante y, desde su aparición, proclamando su primer decreto regio, la obra gana tensión y verdad a medida que avanza. Destaca la impresionante energía de su voz en todos los registros, con potencia evocadora que explota en los momentos álgidos de su obstinación trágica. Juan Díaz (Hemón), magnífico en la discusión que crece en violencia replicando a Creonte. Montse Díez (Ismene), da la necesaria sensibilidad al temperamento de mujer dulce y sumisa que requiere su rol. Carolina Solas (Nodriza), consigue consumadamente, en sus diálogos y canto, las escenas más tiernas, e inquietantes en su monólogo. Chema de Miguel (Guardián / Mensajero), está desbordante de creatividad y humor desdoblándose en sus personajes. Jorge Muñoz (Tiresias) actúa con autoridad en un adecuado trabajo orgánico haciendo un elogio de la razón que contrapone a la obstinación. Y el coro formado por Ángel Jodra, Nacho Vera, Carlos J. Pérez, Francisco J. Ceballos y Alberto Guio, llenos de humor incisivo, están geniales por su caracterización física, gestual, vocal y habilidades de los clowns.

La música en directo -interpretada al piano por Montse Muñoz, Arantxa González- contribuye a subrayar y lucir la emoción trágica de tan conmovedor espectáculo.

ANNA ALLEN (Antígona) y CAROLINA SOLAS (Nodriza) en escena.

Chema de Miguel (Guardián / Mensajero), ANNA ALLEN (Antígona) y Juan Díaz (Hemón)

martes, 12 de julio de 2011


57 Festival de Teatro Clásico de Mérida. La crítica.


UNA SINGULAR “ANTIGONA EN MERIDA”, DE MIGUEL MURILLO

El autor rinde un emocionado homenaje a quienes encendieron la llama de las representaciones en el Teatro Romano, en el siglo pasado, haciendo coincidir el hecho de la “Antígona” que Margarita Xirgu quiso representar en 1936 y no pudo, al producirse la dictadura franquista.

José Manuel Villafaina


En primer lugar, lo que singulariza esta “Antígona en Mérida” de Miguel Murillo de la Antígona de Sófocles y de otras versiones contemporáneas es que la tragedia debe verse como una consecuencia de la Guerra Civil. En segundo lugar, asimismo resulta singular porque el escenario en que se basa la historia –el Teatro Romano mismamente- sirve de plataforma para saltar al espacio conceptual de las restauraciones culturales.


El argumento del texto, fraguado entre la realidad y la ficción, que se desarrolla en Mérida durante la entrada, en 1936, de las tropas franquistas (con legionarios y regulares marroquíes deteniendo y fusilando arbitrariamente a mucha gente), entrelaza con tejemaneje creativo y genio poético la sustancia trágica de la obra griega: el conflicto entre el amor fraternal y la obediencia a controvertibles leyes humanas –aquí la de un Bando de Guerra: “Todo aquel que ayude a los enemigos de la patria, comete un delito que sólo se paga con la muerte”-, donde lo importante de la confrontación es el logro de la adecuada imagen desde una posición objetiva, sin maniqueísmos, emanando un pathos perfectamente de nuestro tiempo.


La pieza resulta didáctica por cuanto ilustra los acontecimientos socio/culturales de la época, con nombres y apellidos. En este sentido la lucidez del autor rinde, insuflando un hálito especial, un emocionado homenaje a aquellos estudiantes, aficionados al teatro, que encendieron la llama de las representaciones en el Teatro Romano. Y de igual forma, con mucha solemnidad, a aquel grupo de artistas profesionales, intelectuales y políticos que lo pusieron en marcha en las Semanas Romanas, haciendo coincidir el hecho de la “Antígona” que Margarita Xirgu quiso representar ese año y no pudo, al producirse la dictadura franquista. En esta línea de obras, hay que recordar que Murillo también hizo en 1983, junto con otros autores, un homenaje al Teatro con motivo del aniversario de los 50 años de representaciones y de los 2 milenios de su construcción. Fue su debut, justo cuando entraron los socialistas en Extremadura, con “Golfus de Emerita Augusta” (en lo que realmente fue el primer Festival, porque hasta entonces sólo se daban funciones aisladas cada año).


El espectáculo, montado por Helena Pimenta, que escudriña el texto con la rigurosidad que se explora un campo minado, logra presentar un trabajo compenetrado y seductor. Enriquece el subtexto, implícito en la excelente narrativa de la obra, creando cuadros escénicos espectaculares y atmósferas de ritmo intenso que nos dejan trémulos de emoción. Regala el personaje de un niño fascinante, la inocencia presente y los ojos testigos de quienes luego serían voceros de la memoria. Y dirige con maña tanto a los veteranos como a los más recientes actores, consiguiendo en su conjunto una buena labor orgánica, seria y en profundidad en el desdoblamiento simbólico de los personajes.


En la interpretación, Bebe (Antígona/Margarita) gusta mucho cuando muestra la expresión desafiante de su sufrimiento y de su furia, aunque en ocasiones no llegue a la resonancia y el ritmo intenso, de lirismo radiante de sus parlamentos. Helio Pedregal (Capitán/Creonte) hizo brillar y lucir su veteranía tejiendo soberbiamente su rol de tirano e implacable, a la vez que explora la vulnerabilidad de sus antagonistas. Esteban G. Ballesteros (Matías) actúa impecable, demostrando la sangre fría de un valiente miliciano con su dominio de las sutilezas en los tonos y gestos. Rafa Castejón (Alfaro/Hemón) se mostró agudo y certero en su personaje de falangista resentido y cruel. Pepe Viyuela (Prudencio/Tiresias) logra una interpretación taimada, entre lo sentencioso y humorístico de un loco que aquí no representa la ley divina sino la maltratada cultura. Pepa Gracia (Isabel/Ismene), actúa con desbordante vitalidad dramática en su personaje amedrentado y transido de dolor. Celso Bugallo (Dimas) hace un buen papel -de maestro simbolizando al pueblo de Mérida-, impartiendo naturalidad y dominio escénico, pero no logra matizar bien con su voz (le fallan los traicioneros micros). Y Simón Ferrero y José A. Lucia, cumplen como soldados con excelente dinamismo teatral.

Escena de “ANTIGONA EN MERIDA”, de Miguel Murillo

Publicado en la revista de teatro “ARTEZ-BLAI” (http://www.artezblai.com/artezblai/2011071113413/57-festival-de-teatro-clasico-de-merida.-la-criticaantigona-en-merida-miguel-murillo-helena-pimenta.html)

También en EL PERIODICO EXTREMADURA, EL AVISADOR de Badajoz y revistas DIARIO DE BADAJOZ y MERIDA

sábado, 12 de septiembre de 2009


UNA “MEDEA” CON MUCHA PAJA
José Manuel Villafaina

Medea” es la tragedia donde las grandes actrices han querido demostrar siempre la calidad de su oficio en el Teatro Romano. Y en esta edición, evidenciamos en el tinglado de la nueva farsa como ha funcionado cierta picaresca mediática predisponiendo sobre la fresca presencia de Blanca Portillo una desmesurada publicidad, alentada y manipulada por organizadores, artistas y prensa del Festival -presentando a la conocida actriz como incuestionable “Medea del siglo XXI”-, tratando de atraer y confundir al público en una especie de competitividad teatral de “divas”.

Tengo que aclarar que todas las “Medeas” anteriores fueron interpretadas a viva voz, considerando la excelente acústica del teatro y respetando la tradición heredada de la Xirgu. La última, sobre una interesante versión de Fermín Cabal en el 98 (pues la de la Espert en el 2001 era una reposición) fue interpretada por la pacense María L. Borruel, exhibiendo una sublime Medea, declamada -sin micrófonos y con música en directo- con esa técnica depurada que nace del corazón. Por lo que la actuación de la Portillo -con micros- menos pura que la ofrecida por otras actrices igualmente luminosas no creo que, de momento, sea histórica ni pase a ocupar un puesto privilegiado en el Olimpo de las “divas” del Festival.


La versión, de D. Lukic y L. Pandur, que logra mantener la problemática Medea-amor-odio-venganza llevando las abstractas pasiones a la imagen del mundo de hoy, no es de las mejores que ilustran la original tragedia clásica en el pensamiento contemporáneo, por su confuso juego de situaciones de mera apariencia de profundidad -encajadas con calzador- entre lo clásico y lo moderno y por la poca originalidad de su lenguaje, un tanto tópico en los diálogos.


Sólo es apreciable la síntesis de los hechos trágicos mas relevantes, eliminando personajes prescindibles y creando otros para nuevas situaciones, como el centauro Quirón -que enriquece el mito-, aunque la evocación del itinerario de Medea como la desterrada nieta del Sol, con su doloroso pasado de 3.000 años, no se digiere.


En el espectáculo, Tomaz Pandur exhibe un atractivo abanico de recursos espectaculares y dinámicos que arropan muy bien el enrevesado texto, aunque todos floten en el aire -incluida la plástica más creativa- como una abstracción abstrusa de simbología presuntuosa y de esteticismo multicolor inútil, que en la mayoría de sus fluctuaciones no rompen su condición de caldo de cabeza (escenas como la huída de Medea y Egeo en un coche con roulotte son un anacronismo más de las muchas versiones “vanguardistas” en el Romano que resultan ya clisés).


Y es que Pandur maneja perfectamente los cánones dramáticos hueros abiertos a esas múltiples interpretaciones que idiotizan a quienes no saben distinguir la oscura frontera entre el arte y la gilipollez. Pero merecen elogio el trabajo que ensambla los diferentes aspectos técnicos: ambientación de luces, sonido cinematográfico y música telúrica de las mujeres de la Cólquide con el énfasis del impacto visual (que ya experimentó en el Anfiteatro la “Medea” de R. Iniesta). Sin embargo, el llamativo escenario cubierto de paja y, también, la orchestra por un laberinto de pacas -para insulsas escenas modernas de querellas matrimoniales- es sugerente de cierto onanismo teatral.


La interpretación sólo aporta aislados momentos de brillo en los coros. La Portillo elabora con esmero la filigrana de los motivos de una Medea fría y calculadora, pero le falta ese fuego arrebatado que explota en los momentos álgidos de la tragedia. En la canción final, una cursilería, si la oye Medea-Caballé se muere de risa.


Quien destaca es Asier Etxeandía (como Quirón), por su magnífica caracterización física, gestual y vocal. De su pedagogía en la obra me quedo con la conclusión final (“Las mentiras nos mantienen seducidos durante siglos”), porque la mentira se funde con la verdad: este espectáculo es una gran mentira.

EL PENOSO SOLAR DE LOS LABDÁCIDAS
José Manuel Villafaina

Edipo, una trilogía”, inspirado en Sófocles, es el espectáculo más penoso de los muchos que he visto sobre la leyenda de este personaje -se han hecho ya 15 versiones- en la historia del Festival. Pero es penoso no por el argumento de la trilogía ideada por el francés Daniel Loayza, que completa el trágico fin de la familia de los Labdácidas, sobre la que pesa una maldición, sino por su montaje en el espacio romano.


El planteamiento de la trilogía de Loayza, compila y engrana hechos y diálogos de los distintos textos del autor clásico: “Edipo rey” -tragedia de destrucción-, “Edipo en Colono” -melodrama- y “Antígona” -tragedia de sublimación- que no estaban en el orden en que se escribieron, para brindar un discurso esclarecedor de la gran tragedia edípica. La adaptación, que refleja armónicamente conceptos, sentimientos y reacciones de cada conflicto que siguen estando de actualidad, ha sido traducida al castellano, con buena dosis de halo poético, por Eduardo Mendoza.


Este interesante material teatral del adaptador galo y del traductor español tomó tierra en Mérida -después de pasar por Madrid y Barcelona- de la mano de Georges Lavaudant, con la propuesta de mostrar «una estética contemporánea para eliminar los clichés sobre el teatro griego». F. Suárez había “fichado” a este director parisino, por estar «considerado como uno de los más originales e importantes del teatro contemporáneo». Es necesario aclarar que los montajes de Lavaudant en España, han tenido muchos altibajos de calidad. El último visto en Extremadura, la comedia trasnochada “Hay que purgar a Totó”, más sosa que graciosa, fue un rotundo fracaso. En cuanto a su “ilustración” de la estética contemporánea, el director decepcionó haciendo alarde de una confusa ambientación escenotécnica -donde, entre otras arbitrariedades escénicas pretenciosas de crear un mundo espectral, resalta una ridícula pantalla videográfica alzada en un tinglado oblicuo que simula un viejo cine- y un vestuario atípico, a tono con la frialdad del montaje, pero que desentonan con la estética del monumento y resultan, paradójicamente, por lo repetido en tantas funciones, un cliché que aburre. En este sentido, parece que el Lavaudant es un debutante que no ha visto obras en el teatro romano.


En el espectáculo desaprovecha las posibilidades del hermoso texto en su juego escénico, tremendamente estático y oscuro (el diseño de luces es pésimo). No logra la resonancia esperada y el ritmo intenso, de lirismo lapidario radiante de los parlamentos se pierde en la inútil puesta en escena sin dejar a nadie trémulo de emoción. De las tres obras, las dos primeras resultan letárgicas, la más lograda y ágil es “Antígona” (en los diálogos de confrontación). Únicamente se vale de un estilo sobrio donde sobresale el poder de la palabra, pero despojada de pasión. Y no entendemos por qué usa micros, que en las voces de los actores -sin gestos y movimientos- tienden a igualarse y no se distingue quien habla. Tampoco entendemos como divaga perezosamente -o ingenuamente- montando escenas en el fondo de la entrada principal del monumento que no se ven desde las caveas laterales. ¿Tropiezo de hacer compatible la producción de Madrid con la de Mérida?


En la interpretación sólo alcanza su mejor climax la declamación estricta de los actores Pedro Casablanc (Creonte), Laia Marull (Antígona) y Críspulo Cabezas (Hemón). Eusebio Poncela (Edipo) se mueve y recita con afectación, no convence demasiado. Lavaudant debería tomar nota de experimentos realizados ya en Francia sobre el solar de los Labdácidas, como los de Teatre du Lierre, donde prima la calidad de una propuesta original en el tratamiento de las técnicas de relación texto-expresión corporal-voz. Montaje con actores completos, que saben utilizar su energía en todos los registros, con potencia evocadora y amplificadora de la emoción trágica.


“LOS GEMELOS”, UNA BUENA PAYASADA
José Manuel Villafaina


El melodrama fársico “Los Gemelos (Menecmos) de Plauto, tiene mucho de ese determinado teatro latino frívolo, cuya característica principal es el enredo en la acción -que ha sido modelo constante de la comedia de personajes dobles- basado en el puro juego escénico de chistes, gracias y gags de gran inspiración y magnífico sentido del espectáculo. La obra, cuyo argumento asentado en los equívocos producidos por la aparición de dos gemelos, que no saben uno del otro, y que provocan que los demás les tengan por la misma persona, constituye también una sucesión de tipos que forman parte de la sociedad romana donde aparecen reflejados los valores morales de este momento histórico.


La versión presentada en el teatro romano, de Miguel Murillo (autor de reconocido talento y compromiso) y de Tamzin Townsend (directora reconocida por sus varios éxitos comerciales), se ha decantado -aliviando reproducir la jerga más ordinaria del texto clásico- por potenciar sólo el sentido de la medida cómica, actualizándola en el planteamiento escénico, tal vez pensando que la superficialidad de la obra y el esquematismo de los personajes impidan cumplir la función moralizante y eminentemente social características de la buena comedia. Por consiguiente, la versión está necesitada de una mayor ambición textual en el desnudamiento que opera generalmente en el melodrama fársico, que objetivamente puede sacar a relucir la crítica, la denuncia, de las miserias humanas.


El montaje escénico, de la Townsend, es una especie de cóctel teatral-musical-circense con ingredientes artísticos que se amalgaman o complementan -no obstante su apariencia antagónica o contradictoria- en furioso y vital conjunto (el de querer mostrar desde el principio una ciudad enloquecida por personajes grotescos, sin lograrlo). Pero que nada aporta a un conflicto de baja intensidad. La parte espectacular de acróbatas y bailarines -coreografiada por Cristina D. Silveira- resulta atractiva pero no acaba de cuajar. Y lo peor, no logra salvar los baches del ritmo quebrado que origina, afectando a la interpretación del texto. Es innecesaria y, además, no encaja dentro de la estética del marco incomparable. Te recuerdan, junto a la alegre interpretación teatral, a una variante circense de la revista vodevilesca del teatro español del periodo franquista, que en el teatro romano, demandante de “esencias grecolatinas”, deja mucho que desear.

La parte que interpreta el texto rezuma comicidad, sobre todo en la segunda mitad (y a partir de la genial y espectacular entrada del actor Pedro M. Martínez): personajes bien caracterizados físicamente, acciones imaginativas, cuidado vestuario moderno, refinada ambientación musical y luminotécnica y, sobre todo, especial manejo de la técnica caricaturesca ligera, que trasciende en los gags con actuaciones propias de los clowns. Realmente, el público no se ríe de lo que dicen los textos sino de los gags payasescos animados por una sugerente música popular en directo.


La escenografía es otro pegote más de los que afean el monumento -que no se aprovecha debidamente-. Y los actores con una plástica a la que nada hay que reprochar responden bien al enredo propuesto, destacando el citado Martínez (el viejo), verdadero malabarista del humor en esta obra circense. En definitiva, un espectáculo de humor payasesco sin intencionalidad que funciona espléndidamente con los espectadores que sólo buscan entretenimiento. Pero un espectáculo con el atractivo envoltorio en que la cultura industrial ofrece sus mercancías, más apto para representarlo en el Teatro La Latina que en Festival grecolatino.

EL MITO DE "JASON Y LOS ARGONAUTAS", ENTRE EL INGENIO Y LA INGENUIDAD
José Manuel Villafaina

El pasado año comenté el auge que había cogido el teatro infantil en el Festival -incorporado en sus actividades paralelas desde 1996- y la plausible labor realizada en el Foro Romano por las compañías extremeñas participantes, contribuyendo con simpáticas y didácticas recreaciones de mitos clásicos a formar el futuro público del teatro grecolatino.

Sin embargo, la austeridad con que se realizaron los montajes reflejaba la cicatería, insensibilidad y desconocimiento que tiene la organización sobre el valor artístico de los espectáculos infantiles. Este año que las funciones se han trasladado al Anfiteatro, un espacio amplio que exige otras necesidades mayores de montaje -estimulantes de la creatividad artística-, se observa lo mismo, la producción presentada, “Jasón y los Argonautas”, soporta una carga de marginalidad y desatención impropias del espacio cultural que debería tener este teatro. Ante la cuestión, bastaría recordar las palabras del gran maestro K. Stanislavski: “el teatro para niños debe estar hecho como el de los adultos, sólo que mejor”.

“Jasón y los Argonautas”, de la compañía emeritense Verbo Producciones, escrita y dirigida por Ana García (que en la pasada edición del Festival fue autora y directora de “Las Procesiones Augustas”, animación teatral con buena dosis de inteligencia), es un espectáculo modesto al que no le faltan en su propuesta muestras de entusiasmo, valor y respeto por el arte teatral. La obra, que relata la aventura imaginaria de un niño (Biko) y dos amigos de un barrio de chabolas que juegan a ser héroes evocando una -particular y atractiva- versión del mito griego de la búsqueda del vellocino de oro, evidencia una reflexión y una intención didáctica sobre temas actuales significativos de la pobreza, la injusticia y la guerra, tratados con noble factura y no escasos de relieve artístico. No obstante, Ana García, debutante con esta obra en el mundo imaginativo infantil, no consigue el espectáculo equilibrado que facilite la ilustración efectiva de la fábula clásica para estos espectadores.

En “Jasón y los Argonautas” hay ingenio pero también ingenuidad en el texto y el montaje. La trama del juego de los niños-héroes y las situaciones fantásticas, imaginativas -a pesar de su síntesis- y correctamente estructuradas, se siguen bien y entretienen. Pero no ocurre lo mismo desde la perspectiva del mito, la frágil transición de los personajes actuales (los niños del barrio) a los personajes clásicos (los argonautas) y viceversa provoca confusión en la mayoría de los espectadores que están pez en el tema clásico. Sobretodo en los niños que no se enteran de nada -los más pequeños se aburren-. En este sentido es responsabilidad de la compañía (y de la organización del Festival) de precisar los límites de edad de la audiencia.

Lo mejor de la dirección artística se advierte en el ágil manejo de los espacios de actuación, en la creatividad de esta con los objetos, en el buen ritmo de la acción y en el clima de la trabajada composición escenográfica (hecha con material de desecho). Le faltó sacar partido cómico a los actores (que sólo lo aportan en aisladas escenas como la del monstruo serpentiforme, plena de humor y magia) y a los momentos coreográficos y canciones, bastante desmayados y desentonados.

En la interpretación 6 actores superan con dificultades la estricta relación espacial de un montaje austero que, por el alejamiento con el público, disipa matizaciones. Las actuaciones son buenas en general pero desiguales. Roberto Calle (Biko) y Camilo Maqueda (Argos / Cícico / Eetes) se muestran, en algunos momentos, vacilantes y gesticuladores, restándole gracia a sus roles. Destacan Miguel Méndez (Vasil) y Tamara Agudo (Medea / Clite), más sueltos y encajados en sus personajes.

EL EVANGELIO DE “EL BRUJO”, ESE GRAN HISTRIÓN

José Manuel Villafaina


¿Qué hace un juglar como yo en un escenario como este?, parecía preguntarse Rafael Álvarezel Brujo” en su introducción, tratando de defender la -¿incoherente?- participación de su espectáculo en un Festival donde el público perspicaz sabe distinguir las diferencias entre rapsodas y juglares. Y nos recordó que eran las mismas cavilaciones del Nóbel Darío Fo el día que actuó en el teatro romano con su “Rosa fresca y altísima”, ese misterio bufo de siempre. Explicó “el Brujo” que la función estaba justificada porque en la obra, llena de “misterios del hombre”, aparecía sin aparecer Pilatos. Un bromazo en exceso resbaladizo de este gran histrión (comediante purísimo), que también es un cachondo y un mago improvisando rápidas “metáforas” con eficaces piruetas verbales anacrónicas, que en este caso sólo sirven para fomentar esa ansiedad e ignorancia de la organización por ofrecer diversidad de estilos, niveles y procedencias (muchas de oscuros intereses comerciales o estrategias de marketing) que en los últimos años han despojado al Festival de auténtica personalidad grecolatina, dejando al espectador abrumado y desconcertado.


El evangelio de San Juan”, de “El Brujo”, es un espectáculo espléndido que ha funcionado en Mérida a pesar de dejar de lado la singularidad del monumento romano y de no garantizar todas sus cualidades, que quedarían mejor para ilustrar en los Festivales Clásicos de Cáceres y Alcántara. En el teatro romano tuvieron sentido “La dulce Casina” y “Anfitrión”, de Plauto, éxitos anteriores de “El Brujo” y camino inequívoco de un Festival que quiere realzar “las esencias grecolatinas”, según había expresado su director responsable (si no se trata, por lo advertido, de un ejercicio de hipocresía).

La obra, otro monólogo inscrito en el ámbito propio de la juglaría latina, que cierra una trilogía de temas que han dejado significativa huella sobre la memoria y la imaginación popular, es un trabajo ingenioso y de gran valor intelectual, basado en los comentarios de Xavier León-Dufour -que organiza la exposición de este evangelio según los signos- y en las antiguas técnicas de transmisión oral utilizadas por Fo. “El Brujo” -autor, director, actor- logra sacar jugo a la exégesis de estos misterios (desde el Bautista hasta la resurrección), introduciendo un lenguaje humorístico personal altamente descriptivo y un estilo poético lleno de vibraciones inéditas. Todo con intención desacralizadora de la utilización que ha hecho la Iglesia a través de los siglos, pero con delicado respeto y sincera emoción a la figura de Jesús.


El espectáculo, casi sin escenografía, se apoya en el trabajo del actor. “El Brujo” que llena la orchestra -casi único lugar de actuación- con su dinámica mental, destreza física, voz portentosa y aptitud de transformación mágica, consigue meter al espectador en un puño. Lo hace con una particular intencionalidad que desborda -con cierta base didáctica- al autor teatral, al enriquecer la función con comentarios y gags sobre la analogía que determinadas situaciones del evangelio tienen con la actualidad. Es un recurso de “distanciamiento brechtiano” de Fo -aquí menos incisivo- que ha funcionado ante la falta de cultura bíblica (“¡Si, si, reíros, pero aquí hay teología!”, dice casi en “grammelot” el actor, sobre su humor inteligente).


La representación discurrió inundada de ideas ricas y de un espíritu juguetón y libre del actor, digno del mejor estímulo. Se lució también la sugerente música y cante -de matiz flamenco- acentuando, clarificando e ilustrando contenidos (sobre todo al inicio donde el juglar aparece como salido de una rutilante máquina del tiempo). Los puntos débiles se dan en el juego de interacción con el público -logrado por J. Margallo en “La Paz”, de Aristófanes / Murillo- y en la plétora de improvisaciones -los reiterados guiños al alcalde emeritense, el debate con cierto público “sordo”, etc.- con un arsenal de recursos que, a fuerza de ser muy fieles a si mismos, huelen ya a estereotipo.

BRUJO”, ESE GRAN HISTRIÓN

UN “TITO ANDRÓNICO” BIEN CONTADO
José Manuel Villafaina

Es sabido que “Tito Andrónico” es la obra sobre el mundo y héroes romanos donde un joven Shakespeare, llevado por su gran imaginación y las modas del momento, se inicia ya en el planteamiento de sus grandes temas: el sufrimiento humano, la pasión incontrolada, la oposición bien/mal, justicia/clemencia, orden/caos. El interesante texto, en verso, caricaturesco e inhumano pero típico del gusto isabelino bajo la influencia de Séneca y Ovidio, recoge la atmósfera claustrofóbica, el ansia de venganza, los horrores y la crueldad de una guerra de familias por controlar el poder -provocada por el “virtuoso” general romano Tito Andrónico-. Pero, a la caracterización en general, le falta profundidad y sutilidad y el lenguaje se resiente de una excesiva retórica debida, quizá, al influjo de dos grandes autores de la época: Kyd y Marlowe.


Animalario, la compañía más laureada de la última generación, ha debutado en el Festival con un “Tito Andrónico” bastante fiel al denso texto del autor inglés, traducido expertamente por Salvador Oliva, que sólo con retoques -que tienen como punto de referencia la acción teatral del montaje, propuesto como denuncia de una violencia social de la historia que sigue vigente- consigue perfectamente que la obra clásica sea legible en el lenguaje artístico actual, conservando su resplandor poético.


El espectáculo de casi tres horas, en montaje intemporal de Andrés Lima, está bien contado. Destaca tanto por la claridad expresiva y dominio del verso, templando las complejas escenas que con su carga de horrores se suceden sin dejar respiro al espectador, como por la depurada ambientación catártica y el riguroso sentido de la composición escénica: de vestuarios modernos y antiguos, utillería real o sugerida, luces ajustadas, música en directo (de trompeta y violonchelo), sonido preciso y desdoblamientos de los actores que se mezclan y acumulan dentro de un atractivo dispositivo escénico giratorio que permite todo un juego simbólico de desbordante vitalidad dramática, lírica y plástica. Este dispositivo escenográfico -de Beatriz San Juan-, que conjuga fastuosamente con las ruinas del monumento romano al fondo, se presta para ilustrar con hálito creador sobre el concepto del carácter circular de tragedias en la que los personajes giran en torno a sus conflictos.


Sin embargo, la representación que, generalmente, discurre con un determinado tono de tragedia -donde se identifica lo más profundo y válido del mensaje shakespeariano- no consigue en todas las escenas el ritmo y la intensidad, gradual y evolutiva, del clímax. Tal vez, por esa razón hubo en la función momentos que pesan, algunos motivados por ciertas pausas en el rol de algunos actores, faltos de una comunicación gestual más perceptible para los grandes espacios de público.


La interpretación resultó efectiva en su conjunto, en su valoración global. El grupo de actores de Animalario, que goza de gran solvencia escénica, logra sintetizar lo mejor de sus gestos, movimientos y declamación. Acaso, individualmente, se pueden apreciar algunas fisuras y altibajos en la función. Tal es el caso de Natalie Pozas (Tamora), que no domina los resortes -de los traicioneros micros- para una buena vocalización e intensidad de la voz, máxime en los momentos álgidos. Y, sobre todo, de Alberto San Juan (Tito Andrónico) que borda las escenas de la fingida locura, pero tiene contradicciones en la caracterización física de su personaje, poco creíble, y en la entonación monocorde de su voz (otro actor-estrella más, galardonado en teatro y cine, que artísticamente “se estrella” casi de bruces en el espacio del teatro romano).


“FEDRA” FLAMENCA: MÁS DE LO MISMO

La tragedia no esta bien contada, ni en los textos de las canciones enlatadas de Morente -que parecen precipitados y embrollados- ni en el programa de mano donde se ilustra con absurdos.


José Manuel Villafaina


Es paradójico que el Festival, machaconamente declarado por su director como innovador, inicie este año su programación con una reproducción de la “Fedra” flamenca de Miguel Narros, representada en el Teatro Romano en 1990. Y lo que es peor, con menor vuelo artístico.


Narros, seguramente es el director teatral que mejor conoce las posibilidades que trasmite la tragedia griega -los estados de ánimo- en el arte flamenco. Lo había experimentado ya con “Medea” en Mérida y después, hace casi dos décadas, con su idea de “Fedra”, resumiendo y acomodando expresivamente los contenidos de los textos de Euripides, Séneca y Racine al modo de un espectáculo estructurado fundamentalmente con ese alfabeto de expresiones mediterráneas que nos reconcilia con las raíces culturales del flamenco. “Fedra” es una de esas tragedias de destrucción, tramada sobre un hecho universal persistente -el amor enloquecido de la protagonista-, que casan oportunamente con este arte.


Sin embargo, en la “Fedra” de esta edición, que acaso prometía más de lo que ofreció, ha resultado ser más de lo mismo: función de música y baile narrada con señas de identidad gitanas y de barrio, pantalones vaqueros y motocicleta incluida, como en 1990. Sólo ha cambiado el elenco y parte de la música y letras -que parece que se perdieron- de Enrique Morente, sin inquietud por evolucionar. Porque tanto los actores como el compositor/cantaor no han sido lo suficientemente fervorosos para tamañas exigencias artísticas.


La representación que cambia el paisaje social y cultural griego por el del mundo gitano actual en una síntesis de caracteres que desborda el psicologismo del drama cotidiano para alcanzar los de la dimensión trágica, esta vez es más ininteligible y sólo se aprecia si se conocen bien los textos que han inspirado a Narros. Esto es un problema para la mayoría de los espectadores cuando, además, la tragedia no esta bien contada, ni en los textos de las canciones enlatadas de Morente -que parecen precipitados y embrollados- ni en el programa de mano donde se ilustra con absurdos, talmente como que Teseo viene de cumplir “una sagrada misión: descender a los infiernos para rescatar a Proserpina” ¡Como se explica artísticamente esto, que no sucede, en una traslación de la obra clásica al mundo contemporáneo!


Las actuaciones, que no van más allá de los logros formales -de casi todos los “palos” al estilo Morente- del cante y del baile flamenco en un espacio austero, logran en las escenas más relevantes brillantes momentos musicales (menos en la petenera que canta Carmelilla Montoya con voz cascada) y coreográficos -de Javier Latorre, sobre todo en el conjunto del coro-, trufados de relámpagos lorquianos en cuadros al estilo del musical americano, pero casi todo a medio camino de mantener la fuerza trágica y la belleza poética del espectáculo original, que antaño interpretó una exultante Manuela Vargas (su rostro y su cuerpo eran puro fuego bailando), irradiada con aquellos magnéticos haces de luz que hacían más estelar su presencia.


Lola Greco (Fedra) baila con buena técnica y refinamiento expresivo, pero le falta, en definitiva, garra en sus provocaciones a la hora de abrir el corazón atormentado que conduce sus pasos hacía el incesto del personaje, y más aún en un espacio tan grande como el teatro romano en donde el detalle se desdibuja y pierde entidad. Amador Rojas (Hipólito) y Alejandro Granados (Teseo) se mueven con más convicción en caracterizaciones de equilibrada sintonía con sus personajes.


La asistencia de público el día del estreno fue muy escasa.